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El teclazo por la verdad

Ay, Haití

Ay, Haití

Por Norland Rosendo González

 

Ay de Haití. A estas horas, cuando comienza a oscurecer y el reloj biológico pide comida, los haitianos se estarán acordando de las once mil vírgenes, y a todas les suplicarán algo para poder amanecer mañana.

Miles deambulan ahora por las calles. Las crónicas, los reportajes, las notas fechadas en Puerto Príncipe hablan de las ruinas, de los sueños rotos, de los olores a cadáveres insepultos, todavía bajo los escombros. Pero los olores no mienten, ahí están todavía, y no se sabe hasta cuándo.

Puerto Príncipe sin linaje, tus súbditos viven a la intemperie, a la buena de Dios, esperando por la ayuda que viaja en aviones y barcos, y que, para colmo, los militares de los Estados Unidos obstruyen ahora.

Han llegado en naves cósmicas, de esas que despliegan en la guerra. ¿Se habrán equivocado de escenario? ¿Para que soldados y armas, si lo que escasea es la comida y el agua, las medicinas y los recursos para empezar a reconstruir al país, devolverlo a este siglo, si es que alguna vez lo fue?

Las historias desgarran, hay que ser insensible para ver tanta tristeza, porque la tristeza tiene rostro: es Haití. Una masa de gente sin tiempo, fuera de las lógicas de la civilización, que camina sin horizontes, que mata por un plato de comida o un frasco de agua.

Ya los socorristas no le temen a los movimientos telúricos, se tiran unas horas en la madrugada a esperar las primeras luces para continuar en esa eterna batalla contra la muerte, el grito de los niños huérfanos que buscan a sus padres, el de los padres que no encuentran a sus hijos y escuchan sus voces por todas partes. Solo sus voces.

Y los militares de los Estados Unidos, ¿qué hacen mientras los haitianos mueren de hambre?, engrasan sus fusiles para las cacerías que sus superiores les han dicho que habrá.

Ay, Haití. Ay, Galeano. Este mundo sigue patas arriba. Y desde arriba caen, a la par, la salvación y la muerte. Todo depende de donde han partido los aviones.       

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