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El teclazo por la verdad

«Las elecciones en Cuba no son como dicen en Miami»

«Las elecciones en Cuba no son como dicen en Miami»

Por Norland Rosendo González

Un colega peruano no quería creerme cómo se efectuaba un día de elecciones en Cuba. Hasta que lo verificó en la práctica a principios de este siglo en La Habana, cuando vino a un curso de periodismo.

No entendía que fuesen pioneros quienes cuidaran las urnas; ni que no existiesen campañas electorales para inducir las intenciones de votos por uno u otro candidato; ni que la gente asistiera con tanta vehemencia y orgullo a los colegios desde temprano.

«Lo de ustedes es francamente realismo-mágico, lo insólito, una alternativa democrática en sus exactas dimensiones», balbuceaba  impresionado, mientras recorría varias mesas electorales de la Habana, sin que le fuese negado el permiso para comprobar el sistema.

Aquel día amaneció el cielo plomizo, era inminente que llovería. Los partes meteorológicos indicaban que las probabilidades de precipitaciones eran altas en la región central del país. Sobre las nueve de la mañana comenzaron los aguaceros. Hasta yo creí que eso afectaría la participación popular.

Nada de eso, los registros de asistencia se comportaron como es tradicional desde 1976, cuando se celebraron las primeras  elecciones cubanas con la Revolución en el poder. Más del noventa y cinco por ciento de concurrencia. Valió el catarro que cogimos en nuestro periplo por los colegios.

En ninguna valla mi amigo encontró la foto de los aspirantes a los escaños de los órganos locales del poder del Estado. Tampoco había acólitos de ninguno de ellos en las mesas, ni en las colas comprando sufragios, o prometiendo un futuro espléndido si ganaba uno u otro.

Y los medios de prensa sólo reflejaban el proceso, emitían resultados parciales de la asistencia a las urnas, entrevistaban a los electores, pero nada de los candidatos.

Ellos, aunque eran los protagonistas, no tenían espacios públicos para hacer campaña. En nuestro sistema eso no hace falta porque las razones son otras, muy distintas a los que animan las elecciones en el resto del mundo.

Lo que sí pudo leer fueron las biografías de los aspirantes, ubicadas en las puertas de los colegios y en lugares visibles para los vecinos. Con una foto de ellos, y los datos más importantes de su trayectoria, los méritos que avalaban su nominación, su currículo, la participación en las actividades de la comunidad, su integración política y profesional.

Los pioneros se rotaban cada una o dos horas la custodia de las urnas. Vestían su impecable uniforme escolar y saludaban con el ademán característico de su organización estudiantil a los electores cuando depositaban su boleta. Realizaban las funciones que antes de 1959 correspondían a los militares. En ausencia de las armas que matan, empleadas por aquellos, los pequeños utilizan sus sonrisas y su ingenuidad, el augurio de un futuro límpido y pacífico, sin mezquindades, ni pensamiento mercantilista.

A mi amigo le sorprendió que estuviesen creados los mecanismos para que las personas con derecho al voto, pero incapacitadas físicamente para acceder al lugar donde radicase su colegio, pudieran ejercerlo, sin que mediaran presiones o formas de agenciarse su emisión.

A pesar de las lluvias al filo de las doce del día ya habían desfilado por las urnas más del setenta por ciento de los votantes. Conversó con decenas de ellos y todos respondían con entusiasmo que aquel era un acto de compromiso con el proceso revolucionario, que asistían por conciencia y no porque fuese obligado por el régimen, falso argumento esgrimido por nuestros enemigos para intentar tergiversar el éxito eleccionario cubano.

Una anciana le explicó cómo se escamoteaban los votos durante los gobiernos existentes antes del triunfo de la Revolución. Cómo un candidato le condicionó a su esposo la permanencia en su pedazo de tierra a la entrega de las cédulas electorales de su familia para ganar los comicios.

El testimonio más dramático lo aportó un hombre aún robusto, con las manos callosas de mucho trabajar, el pelo cubierto por lacias canas y con una edad que rebasa los sesenta años. Para salvar a su hija de una enfermedad contagiosa tuvo que garantizarle su voto al médico de la zona, quien se había postulado, pues de lo contrario, no la consultaría.

Durante la jornada observamos un detalle significativo. Cuando los candidatos iban a emitir su sufragio lo hacían con absoluta modestia, sin alardes, ni arrogancia. Votaban y se retiraban para sus hogares. Apenas saludaban a sus vecinos de siempre, y evitaban las exposiciones públicas para que la gente no fuese a pensar que estaban recabando adeptos.

A la postre, no importa el vencedor, sino la gestión social que asumiría, el trabajo comunitario y la voluntad que pusiese en el empeño. Y esas cualidades eran imprescindibles para ser inicialmente nominado.

Al peruano le impresionó la heterogeneidad intelectual de los candidatos. Los había ingenieros, licenciados, doctores, maestros, deportistas, cantantes, músicos, ganaderos, militares y policías. También cosecheros de tabaco, caficultores, estudiantes, fogoneros, albañiles y hasta jubilados. Todos con un gran prestigio en su localidad, con vocación altruista y buenas intenciones.

Y como colofón participamos en el conteo de un colegio. Porque aquí las boletas se abren y cuentan públicamente, delante de los vecinos y de cuantos deseen observar el proceso, ya sean nacionales o extranjeros. Solamente una persona no marcó por ningún candidato. El resto fueron boletas declaradas válidas. Sin enmiendas, ni tachaduras. Y para mayor excitación hubo paridad en las cantidades de votos para un y otro hasta el final.

Entonces hubo felicitaciones, aplausos, y compromisos de los moradores para colaborar en el trabajo. Fuimos, periodistas al fin, los primeros en conversar con el ganador, yo dejé que mi amigo formulara la primera pregunta, y quedó más desconcertado aún con la respuesta: «Aquí no hay vencedor, ni vencido, nuestro sistema de democracia no contempla las elecciones como un momento de rivalidad por el poder, sino de selección de un representante de la comunidad para favorecer la participación, el intercambio, la búsqueda de soluciones comunes, que es en esencia el verdadero poder de los cubanos».

Mientras el noticiario estelar de la televisión nacional reportaba aquella noche los resultados definitivos de la jornada, mi compañero miraba en lontananza hacía el sur, en sus pupilas había esperanza, sueños y optimismo, porque, como me dijera después, las utopías son posibles. Y reflexionó: «La democracia de ustedes no es el mecanismo diabólico que pregonan desde Miami.»

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