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El teclazo por la verdad

Periodismo: oficio con filo


Por Norland Rosendo González
Te quita el sueño y no es café. Te hace suspicaz e incrédulo, y no es un discurso de Barack Obama. Te esclaviza toda la vida, y no es una maquila.
Y todavía dicen por ahí que es el mejor oficio del mundo. No eres Dios y la gente cree (o quiere creer) en tu palabra —si es pura, de verdad—. El periodismo es una historia que no tiene final, una novela que se escribe todos los días para ser leída a la mañana siguiente.
Pero así era antes. Ahora, desde el hecho hasta que aparece en la radio y las pantallas de televisores y computadoras media muy poco tiempo. Casi al unísono, los protagonistas actúan y disfrutan su actuación. Sus discursos, sus bombazos, sus negocios.
Por suerte, quedan los periódicos para reflexionar. Llegan últimos pero con novedades extraídas de sus entrevistas, del contrapunteo de las fuentes, de su olfato; exponen la otra historia, el porqué de los hechos, los augurios y los argumentos, si es un órgano serio.
Pero así también era antes. Los periódicos del mundo quieren semejar hoy un espectáculo, un show de noticias grandilocuentes, aderezadas con publicidad, fotos desplegadas y muy poco texto, solo el imprescindible, en el que se desdibujan los contextos y el lector apenas percibe una parte ínfima de la realidad, muchas veces distorsionada o simplificada para evitarle a la gente «el engorroso» ejercicio intelectual de pensar.
La prensa es un océano inmenso, sin horizontes. Decenas de miles de noticias diarias ahogan al pobre lector, incapaz de leer un 0.0005% siquiera. Y mientras, los poderosos configuran el mundo a su antojo y después lo escriben a imagen y semejanza de sus diabluras, sin el menor pudor ni apego a la ética y la responsabilidad con la especie humana. Basta con que crezcan sus bolsillos.
Las bombas israelo—norteamericanas destruyen la Franja de Gaza y en las pantallas solo aparecen los artefactos caseros lanzados por los palestinos para defenderse. Bolivia reconstruye su multinacional país, y la batería mediática anuncia que los indios —torpes y brutos, según enfatizan— aniquilarán a los blancos para hacerse del poder absoluto.
China se hace potente, uno de los pilares de la multipolaridad mundial, con una economía que crece vertiginosamente, una laboriosidad asombrosa, pensamiento estratégico, y la prensa occidental prefiere hablar de las manchas y no de la luz.
Los escépticos hablan del fin del periodismo. Pero del serio, del objetivo, ese que tiene un compromiso innegociable con la verdad, que describe los hechos con fidelidad y que, como buen pintor, no olvida los matices, los claroscuros.
Ahora las academias no enseñan a pensar, a cotejar criterios, ni a hacer preguntas incómodas. El buen periodista, en términos mercantiles, es el que mejor amordaza a la opinión pública, pero con elegancia, sutilmente, con la complicidad del receptor.
Son orfebres, que de tanto manosear los datos, escoger una cifra por aquí, dos palabras por allá, conciben un texto estilizado y homogéneo que después los circuitos de las trasnacionales difunden por los cinco continentes, como una verdad absoluta e irrefutable.
Así el mundo es y no es. Los periodistas han aprendido muy bien las lecciones de los guionistas de Hollywood. Tanta fantasía agobia y, tristemente, compromete el futuro.
Ante ese desconcertante panorama, se impone articular redes alternativas de prensa que reflejen la realidad, construidas desde abajo, con el protagonismo de la gente que convive en este convulso planeta y no tienen voz en los megashows mediáticos controlados por el gran capital.
A la par de las alternativas políticas a la ideología neoliberal, es necesario continuar concibiendo espacios de convergencia comunicacional, plurales, democráticos que taladren, poco a poco, «la verdad absoluta» de los poderosos.
El periodismo es un arma con filo que puede aportar elementos imprescindibles para desmontar las matrices discursivas a través de las cuales es representada la realidad, y lo mejor, que puede (y debe) apuntalar una matriz propia, autóctona.

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