Un cumpleaños para Fidel en las nubes de Guatemala
Por Norland Rosendo González
Cuatro días antes había sido su cumpleaños y no asistí. «¿Por qué no viniste? Los médicos me dijeron que tú ibas a hacer las fotos para ponerlas en un periódico. Todo el día estuve sin jugar fútbol para no ensuciar la ropa».
«Pero yo sí me acordé, solo que allá abajo estaba lloviendo mucho y no era posible subir por esas lomas». No se me ocurrió otro pretexto para salvar la situación, y creo que hasta él se percató de mis escasas habilidades para mentir, pues bajó la cabeza y sonrió.
Era difícil engañarlo así, porque él vivía al lado de las nubes. Entonces saqué de mi mochila los tres paquetes de galletas y el pomo de refresco de cola que llevaba para el viaje.
Eran más o menos las diez de una mañana de marzo del año 2002 y nadie en Sticajó esperaba visitas. Los días allá arriba, en la cordillera de Los Cuchumatanes, a unos 3 mil 500 metros sobre el nivel del mar, transcurren apacibles y sin sol, casi aburridos si no fuera por el infinito horizonte azulado de la selva Lacandona, fronteriza con México, y el privilegio de ser parte de los centroamericanos que más cerca están del cielo.
Dos médicos aventureros, un guía que nunca había ido al lugar y yo caminamos desde la madrugada sin rumbo fijo. Sería mi primera conversación a solas con un Fidel Castro, con certeza, el único de aquellos lares. Fue un viaje a pie de casi 20 kilómetros serpenteando cuestas.
El diálogo ocurriría en una montaña, él vestido con atuendos de militar y yo solo con mi libreta de notas y una cámara fotográfica. La noche antes había releído pasajes del encuentro sostenido por el Comandante en Jefe en la Sierra Maestra con el periodista norteamericano Hebert Mathew.
Le pasé la mano por la cabeza tratando de regarle el pelo, pero estaba pelado bajito, un impecable corte de cabello castrense. Casi nunca se quita la camisa verde olivo; y por charretera exhibe el forro de un cuaderno que delata su jerarquía escolar: segundo grado.
¿Y tú conoces a Fidel Castro, el de nosotros?
Ese, y apuntó para mi agenda, entre las hojas reconoció la foto. Es el hombre bueno de la barba blanca. Los médicos me han dicho que es el mejor papá del mundo, que todos los niños cubanos son sus hijos.
Pero él también se preocupa por ti, te manda médicos para que estés sano y si enfermas te cures rápido.
Hizo un tenue movimiento de cabeza afirmativo con la mirada clavada en el suelo, como suelen hacer los habitantes de esta región guatemalteca, descendientes de la civilización maya.
Yo me visto igual que él, esta camisa me la regalaron los cubanos. Mi papá me dijo que cuando bajara al pueblo me va a comprar una gorra verde.
¿Y por qué te pusieron ese nombre?
No sé, me lo puso mi papá. A él le gusta oír por la radio cosas de Cuba.
Y ahí vino la pregunta de Fidel Castro Pedro López que le cambió el rumbo a la entrevista: ¿Cómo son los cumpleaños del Fidel Castro de ustedes, se lo celebran como a los niños ricos de Guatemala?
Le hice entonces un cuento infantil. Le dije que los días 13 de agosto Cuba se convertía en una piñata gigante de risas y tortas (cakes) en todos los parques de las ciudades y en los pueblos de las montañas parecidos a Sticajó. Que todos los niños le cantaban felicidades al abuelito de la barba blanca, y que, aunque fuera por la pantalla del televisor, le daban un beso.
«Debe ser bonita esa fiesta. Me gustaría ir a una. Le compraré un regalito y le diré felicidades, como me hacen los médicos cubanos el día de mi cumpleaños.
«Cuando lo veas díselo. Yo le hago señas a todos los aviones que pasan por aquí para que me lleven a Cuba, pero ninguno quiere parar».
«Ya vendrá uno con las alas grandes para que vuele alto, y se posará ahí, donde juegas fútbol y tu papá siembra la milpa (maíz)»; y me callé, porque comprendí que mi imaginación era incapaz de competir con la de él.
Solo pude abrir el último paquete de galletas, volví a llenar los vasos con refresco, y propuse un brindis: Felicidades, Fidel.
Cuatro días antes había sido su cumpleaños y no asistí. «¿Por qué no viniste? Los médicos me dijeron que tú ibas a hacer las fotos para ponerlas en un periódico. Todo el día estuve sin jugar fútbol para no ensuciar la ropa».
«Pero yo sí me acordé, solo que allá abajo estaba lloviendo mucho y no era posible subir por esas lomas». No se me ocurrió otro pretexto para salvar la situación, y creo que hasta él se percató de mis escasas habilidades para mentir, pues bajó la cabeza y sonrió.
Era difícil engañarlo así, porque él vivía al lado de las nubes. Entonces saqué de mi mochila los tres paquetes de galletas y el pomo de refresco de cola que llevaba para el viaje.
Eran más o menos las diez de una mañana de marzo del año 2002 y nadie en Sticajó esperaba visitas. Los días allá arriba, en la cordillera de Los Cuchumatanes, a unos 3 mil 500 metros sobre el nivel del mar, transcurren apacibles y sin sol, casi aburridos si no fuera por el infinito horizonte azulado de la selva Lacandona, fronteriza con México, y el privilegio de ser parte de los centroamericanos que más cerca están del cielo.
Dos médicos aventureros, un guía que nunca había ido al lugar y yo caminamos desde la madrugada sin rumbo fijo. Sería mi primera conversación a solas con un Fidel Castro, con certeza, el único de aquellos lares. Fue un viaje a pie de casi 20 kilómetros serpenteando cuestas.
El diálogo ocurriría en una montaña, él vestido con atuendos de militar y yo solo con mi libreta de notas y una cámara fotográfica. La noche antes había releído pasajes del encuentro sostenido por el Comandante en Jefe en la Sierra Maestra con el periodista norteamericano Hebert Mathew.
Le pasé la mano por la cabeza tratando de regarle el pelo, pero estaba pelado bajito, un impecable corte de cabello castrense. Casi nunca se quita la camisa verde olivo; y por charretera exhibe el forro de un cuaderno que delata su jerarquía escolar: segundo grado.
¿Y tú conoces a Fidel Castro, el de nosotros?
Ese, y apuntó para mi agenda, entre las hojas reconoció la foto. Es el hombre bueno de la barba blanca. Los médicos me han dicho que es el mejor papá del mundo, que todos los niños cubanos son sus hijos.
Pero él también se preocupa por ti, te manda médicos para que estés sano y si enfermas te cures rápido.
Hizo un tenue movimiento de cabeza afirmativo con la mirada clavada en el suelo, como suelen hacer los habitantes de esta región guatemalteca, descendientes de la civilización maya.
Yo me visto igual que él, esta camisa me la regalaron los cubanos. Mi papá me dijo que cuando bajara al pueblo me va a comprar una gorra verde.
¿Y por qué te pusieron ese nombre?
No sé, me lo puso mi papá. A él le gusta oír por la radio cosas de Cuba.
Y ahí vino la pregunta de Fidel Castro Pedro López que le cambió el rumbo a la entrevista: ¿Cómo son los cumpleaños del Fidel Castro de ustedes, se lo celebran como a los niños ricos de Guatemala?
Le hice entonces un cuento infantil. Le dije que los días 13 de agosto Cuba se convertía en una piñata gigante de risas y tortas (cakes) en todos los parques de las ciudades y en los pueblos de las montañas parecidos a Sticajó. Que todos los niños le cantaban felicidades al abuelito de la barba blanca, y que, aunque fuera por la pantalla del televisor, le daban un beso.
«Debe ser bonita esa fiesta. Me gustaría ir a una. Le compraré un regalito y le diré felicidades, como me hacen los médicos cubanos el día de mi cumpleaños.
«Cuando lo veas díselo. Yo le hago señas a todos los aviones que pasan por aquí para que me lleven a Cuba, pero ninguno quiere parar».
«Ya vendrá uno con las alas grandes para que vuele alto, y se posará ahí, donde juegas fútbol y tu papá siembra la milpa (maíz)»; y me callé, porque comprendí que mi imaginación era incapaz de competir con la de él.
Solo pude abrir el último paquete de galletas, volví a llenar los vasos con refresco, y propuse un brindis: Felicidades, Fidel.
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