¿A los 50?... espeso, picante y oloroso
Por Norland Rosendo González
Como los apetitosos ajiacos criollos, un periódico debe tener de todo para que los lectores se lo «beban» hasta la última nota, aquella pequeña que tuvo que hacer fuerza ante los ojos de los editores para poder colarse a la hora del cierre en una esquinita de la página 8.
Un cocinero improvisado lo vierte todo en la cazuela y el resultado rara vez resulta agradable al paladar. Igual sucede con los diarios si los ingredientes no se mezclan en la proporción adecuada y con la magia de los auténticos chef. A 50 años del primer ajiaco periodístico servido en páginas impresas, Vanguardia sigue en el infinito experimento para mantenerse como el «plato» elegido de los sábados.
Para un buen caldo escogemos gallinas del patio; nada de las importadas, para que se parezca a la gente que lo va a consumir. O sea, que las esencias (las temáticas) sean villaclareñas, sin caer en provincianismos, ni visiones restringidas.
Semejante al aporte de unas libritas de malanga, a pesar de que la reina de las viandas tiene cotizaciones celestiales en los mercados, el reportaje le da espesura, plasticidad, consistencia a cada edición. El asunto visto desde un abanico de fuentes, criterios, datos, escrito con limpieza y elegancia; calientico, para que le suba la temperatura a los decisores y ponga a hervir las soluciones.
Un reportaje así les da oportunidad a los vendedores callejeros de periódicos de pregonar con éxitos su «mercancía». Y algunas semanas después, todavía pasa de mano en mano el papel, ya casi marchito, con el texto de marras.
Exóticas como el ñame están últimamente las entrevistas, que debieran ser más, pues buenos cultores del género tenemos en Vanguardia, sobre todo las de personalidad que tanta jerarquía le dan a las páginas. Son las vedet de las publicaciones.
Si no tiene unas mazorcas de maíz, «échele» dos o tres ilustraciones de Melaíto, que esas nunca se pierden en la cazuela, con el tiempo siguen intactas, como para saborearlas por el mensaje que portan, la originalidad de los trazos y la exclusividad del sabor. Si otras viandas pierden su forma con el agua hirviendo, esta no, se aferra a la tusa y resiste.
El almidón, a falta de yuca, lo dan las fotos, que hacen «potable» los textos. Flashazo se hace acompañar de unas ligeras letricas para exhibirse sola en la página 8, pero ojo, que «levanta muertos» como los caldos de gallina criolla cuando uno tiene catarro.
Calabaza, plátano, papa: notas, comentarios, artículos… ingredientes habituales, no siempre de primera (una eterna inconformidad porque las tierras son fértiles y abonadas), pero resultan imprescindibles en el ajiaco periodístico de Vanguardia. Cada semana, los periodistas «producen», de manera individual o en equipo, las viandas que los chef echan en el caldero gigante del cual salen unas 45 mil raciones sabatinas.
Pero no basta con eso. La sazón es lo que hace que cada edición «sepa» diferente. El diseño, que sin quebrar las reglas, los cánones de la publicación, le da visualidad, atractivos; es como el olor que se esparce y atrae a los lectores.
Ajo, cebolla, cilantro, pimiento, ají, puré de tomate, comino… cada uno y todos a la vez, le dan el sabor a las páginas; a veces imperceptibles: el tamaño de las letras, los encuadres, la disposición de textos y gráficas, los énfasis, los colores, los espacios en blanco. Y ya cuando está listo, en el poligráfico le dejan caer unas gotas de limón al papel entintado para que usted se lo beba con más deleite el sábado por la mañana.
Sin esos condimentos no hay Vanguardia «sabroso»; sería una mezcla insípida de trabajos periodísticos, que tras una simple ojeada, desecharían los lectores. Medio siglo después de su primera cocción, el 9 de agosto de 1962, nuestro periódico apuesta por mantenerse espeso, picante y oloroso.
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